QUÉ de la belleza
si nos vendan los ojos.
Se mantendrían en pie
poemas coloniales y sus palmeras
de ímpetu.
Apreciaría el espacio
que ya no vemos
nada,
que ya no amamos
nada.
Palparíamos entonces la salud y el amor
en primer plano.
Reflectaría el día en la tez
de la noche.
Opacaría la noche las vidrieras
del día.
Merecería la pena la cerrazón
del círculo,
la perfección de un labio,
la duración incierta
del presente.
Cómo no adivinar materia
luz
naufragio
semillas
animales
transparencia
cantautores
metales
eremitas
donde un prendedor
de aire
sostiene las cenizas de Valente,
Valente, sí,
Valente,
por más que sea ceniza.
Quién espolvorearía
la púrpura
en las escamas de los peces.
Qué Serrat más cobalto
que el de Mediterráneo.
Qué estrofas más doradas entre las amapolas
de los campos de Claudio,
aquel
silo
de voz
que
se
alzaba
en
Zamora
desde toda Castilla.
Quién sobrellevaría no haber tenido
nunca
un reino entre las manos,
la vida ante los ojos,
la vida sobre un fruto,
el mundo en un deseo.
Y una víspera Hernández,
con él,
allí, en su celda, para escuchar sus ojos
llorar tarareando las nanas
de cebolla.
Y un verso, un verso
sólo
que justifique
solo
toda la existencia.
Y una palabra,
una palabra
sola
que merezca
la vida,
la vida
entera.
Lo juro.
Tocata y fuga
en mi voz.
Principios de primavera.